“Esto va a acabar mal”. Eso le había dicho su amiga, antes de dejarla sola. Idoia estaba en el parque, sentada en el banco más alejado de la humanidad posible, en su favorito. Delante suyo, se alzaba un roble antiguo, de más de diez metros de alto. Por un instante, vio en aquellas robustas ramas a toda la gente que conocía, por un instante... El sol se había comenzado a ocultarse, el cielo se había vuelto más oscuro, y la noche hacía aquel lugar peligroso. Se levantó y sus pies pusieron rumbo a su casa. Sin que ella se diera cuenta, varias siluetas se movieron con ella, buscando desde el refugio de las sombras el mejor momento y lugar para aparecer.
Unas rudas manos le sacaron de sus ensoñaciones. Cuando fue consciente de lo que acaecía, sus brazos así como sus piernas, estaban inmovilizadas contra el suelo. Eran cinco, y una sonrisa se dibujaba en su rostro. Curiosamente, ella no se inmutó. No se resistió, ni siquiera lloró o suplico. Tan solo suspiró. Los cinco cuerpos de los asaltantes, fueron heridos por una espada invisible, dejando a Idoia totalmente libre otra vez. “Esta es mi prometida, cualquiera que la toque, morirá” se oyó en el aire. Como si no hubiera ocurrido nada, volvió a su trayecto y ensoñaciones. Mientras tanto, cinco personas morían por unas manos invisibles.
Cuando llegó a casa, no se preocupó por cenar. Se tiró en la cama y cerró los ojos. “Que belleza más perfecta irradias cuando duermes” volvió a exclamar alguien. “Deseo descansar ahora, vete” obtuvo por respuesta la voz. “Descansa, mañana responderás a mi pregunta...” dijo la voz mientras se iba apagando. Idoia se sumió en un sueño profundo del cual nadie le sacaría en muchas horas. El día se alzaba radiante. Por las rendijas de su ventana, se conseguían filtrar algunos rayos de sol. Idoia no recordaba de haber bajado las persianas. De hecho, no reconocía siquiera haberse cambiado de ropa, es más, no reconocía la estancia en la cual había despertado.
Era bastante más oscura que su habitación, y más amplia. La cama era ancha, y estaba adornada con oro. A los pies de la misma, se encontraba una armadura negra. Al estar sumida en un silencio absoluto, descubrió que un pequeño estruendo provenía del otro lado de la puerta. Sin conocer del todo la razón, se puso la armadura. Y con paso firme, se encaminó hacia la salida. El brillo de las luces la cegó. Pero aun así notó como se hacía un silencio sepulcral. Poco a poco fue recuperando la vista, y descubrió miles de criaturas que la miraban con temor.
Ante si se encontraba la presencia invisible que había estado acosándola todo el rato. Aguardándola. Idoia se encaminó hacia el ser y le miró desafiante. Este le preguntó si estaba dispuesta ha hacer lo que él le había pedido. Sin otra alternativa, Idoia dio su respuesta. Un sí. Ese día la muerte se desposó. Obtuvo como compañera a una joven humana, a alguien vivo. “¿Vendrás a vivir al Inframundo?” le preguntó la muerte. “Cuando no me una nada al mundo” le respondió su dama. No fue una despedida larga. Idoia retornó a su mundo. Estaba tendida en su cama.
El día despuntó con un mal desayuno. También comenzó a diluviar en cuanto se lo ocurrió poner un pie en la calle. Aun así, comparado con lo que le faltaba por observar, era todo dichoso. Como todos los día paso por el parque y le sorprendió ver la zona acordonada por la policía. Bordeó el lugar, buscando su asiento favorito bajo los susurros de los árboles. Pero no fue su banco lo que encontró. Todo en lo que creía, todo lo que amaba, todo lo que tenía en este mundo, se esfumó en ese instante, se vino abajo, se quebró, se hizo añicos como el cristal cuando contempló ante si un árbol enorme que se dibujaba contra el cielo.
De sus ramas, colgaban sus seres queridos; su familia, sus amigos, sus amigas, incluso los conocidos, sus sueños. Fue en ese momento cuando vio con pesadumbre como a los pies del roble, estaba la muerte mirándola, con una sonrisa. “¿Vendrás ahora conmigo?” le dijo este. Por toda respuesta, Idoia se derrumbó en el suelo, entre gritos y sirenas. Despertó en un lugar blanco. Todo brillaba, y unos seres pálidos le preguntaban si sabía quien era o si se encontraba bien. Con unos “sí” se abrió paso para contemplar que se hallaba en un hospital. Preguntó por las personas del árbol, y recibió la respuesta que se esperaba: muertos.
Habían transcurrido dos días, pero le parecieron años. Caminando por el parque se dio cuenta de que su vida se había convertido en un infierno. Le volvió a ver. Seguía sonriente. Idoia liberó sus sentimientos. Una corriente de ira, desesperanza, frustración y venganza se adueñó de su cuerpo. Nunca entendió como ni porque, pero con su armadura puesta, espada en ristre, se abalanzó sobre la muerte. Con una mirada que delataba sorpresa, se derrumbó sobre el suelo la muerte. “Ahora todo volverá a ser como debería de ser” exclamó mientras en su cara se dibujaba una sonrisa en la cual no participaban sus tristes y apagados ojos.
Idoia abandonó el mundo en ese día. Y desde entonces, ella fue quien regia la vida y la muerte de cada ser que se alzaba en la tierra.
Xathick
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3 comentarios:
La muerte del relato no me cae bien. Persiguiendo prendado de una mujer para llevársela al inframundo... que romántico! Idoia me cae bien... aunque eso no me impidió destronarla
La muerte no debe preguntar; debe actuar.
Es que si preguntase no muchos moririan.
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